Me encuentro con mi querida amiga A, con quien siempre es un placer reencontrarme, en la puerta del teatro. La abrazo y dejo la moto. Rápidamente buscamos las acreditaciones en boletería y nos sentamos en las bellas butacas del Border, en Palermo. No leí previamente “Casa de Muñecas”. Solo sé que es un texto clásico y que es la primera obra del gran Ibsen, por lo cual, hay expectativa.
Las luces se apagan y nos sumergimos en el mundo de Nora y Torvaldo, una pareja pudiente de las sociedades nórdicas-europeas de finales del siglo XIX. 8 años de casados, tres hijos, una casa grande, un buen pasar y un futuro altamente promisorio. La primera impresión es la de un clásico idilio burgués: él, exitoso en su trabajo, en pleno crecimiento, acompañado por ella que, en la casa, disfruta de la crianza de los hijos y de los bienes materiales que le provee su marido. Una felicidad enmarcada en el aspiracional de lugar y la época, que se ostenta como parte inescindible de la misma.
Ahora bien, ¿Qué sucede cuando se introduce un elemento que altera el orden de las cosas? Un asunto ético que amenaza con resquebrajar los cimientos de su construcción. Nora esconde un secreto punzante que horada las paredes del hogar que la contiene. El futuro se oscurece y todo empieza resquebrajarse. El derrumbe se hace cada vez más inminente.
La búsqueda de algo más auténtico debe iniciarse. Como punto de partida, el desengaño y, aunque puedan desearlo, nada puede volver a ser igual porque la mentira quedó expuesta. Nora debe reinventarse, como diría Machado “nunca es triste la verdad lo que no tiene es remedio.” La verdad será la brújula en su nueva búsqueda – quizás su primera y genuina - en la cual el dolor y la libertad se harán presentes en partes iguales.
“Casa de Muñecas” es una obra absolutamente trasgresora, riesgosa, que plantea cuestiones verdaderamente desafiantes a la moral social más enraizada. Destinada a interpelar, a generar preguntas, a abrir nuevos sentidos sobre el amor, la familia, los padres, los hijos, la propiedad y el deseo. No divide buenos y malos, sino que indaga en la más genuina humanidad de los personajes cuando el velo se corre y la ilusión se desvanece.
Las buenas actuaciones, con mucha energía y disposición a ejecutar un texto clásico complicado, y la dirección hacen un espectáculo llevadero, atrapante y poderoso.
Cuando salimos del teatro, googleamos el año de estreno: 1879. No podemos imaginar que impacto pudo haber tenido en este texto en su primera función en Teatro Real de Copenhague para una sociedad burguesa llena de tradiciones y valores rígidos. Un texto que tranquilamente podría definirse como feminista, acorde a los interrogantes que nos hacemos en este tiempo y lugar y que se atreve, incluso, a ir todavía más allá.
Me alegro mucho de haber venido con A, maestra en el arte de las reinvenciones y los resurgimientos, a ver esta obra. Mientras las cervezas van girando en el bar de una esquina palermitana vamos desgranando una obra que no deja de darnos material para conversar e interpelar sobre nuestras vidas hoy. Cuánta virtud puede tener un texto que genera esto nada menos que ciento cuarenta años después.
“El que no dice su verdad, el que no puede decirla, por mucho que hable, es mudo, y por mucho que se agite, está muerto. Son infinitos los mudos que no hacen más que hablar, hablar, hablar para decir la verdad ajena”.
FICHA TÉCNICA
Libro: Henrik Ibsen
Traducción: Clelia Rosa Chamatropulos
Actúan: Richard Courbrant, Alejandro Holm, Luciana Lamota, Gabriela Puig, Agustina Saenz, Santiago Vicchi
Diseño de vestuario: Paula Picciani
Diseño de luces: Max Pastorelli
Realización de escenografía: Maximiliano Mendez, Henser Molina
Diseño de escenografía: Paula Picciani
Fotografía: Ignacio Salinas Pérez
Diseño gráfico: Ignacio Salinas Pérez
Asistencia de dirección: Paula Berré
Dirección: Lizardo Laphitz
Producción: Luciana Lamota