México es un país lleno de manifestaciones culturales, muchas de las cuales tiene una relación directa con la religión preponderante, aquella que nos dejaron nuestros conquistadores españoles: la católica. Así, muchos lugares, mucha gente, mucho colorido y sazón, tienen una conexión indisoluble con la iglesia y San Miguel de Allende no es la excepción.
Al encontrarse en una zona semidesértica, el calor al medio día es poco más que insoportable, aunque para los amantes de la vida matutina, los diversos jardines o plazuelas, llenas de árboles frondosos y rodeados de vendedores de bebidas frescas y deliciosas nieves de sabores, consiguen mitigar el efecto aletargante y deshidratante del clima, por cierto, la de mazapán es un placer culposo que se puede encontrar en pocos lugares y aquí nunca falta, es más, quienes vistan por primera vez la ciudad, están casi obligados a paladearla.
Pero caminar por San Miguel antes de las 5 de la tarde, es para mí una prueba a la que me considero muy poco tolerante, mi cuerpo no fue hecho para el calor seco de 29 grados centígrados, prefiero la parsimonia vespertina, donde la luz del sol ya no tiene la misma intensidad y la iluminación artificial permite a los ojos deleitarse con unas tonalidades contrastantes y hermosas, cual pinturas realistas.
Para llegar al corazón de la ciudad, hay que transitar por las calles llenas de gente, porque los fines de semana, se vuelve un punto de concentración de aventureros, enamorados y simples paseantes, que quieren llegar al mismo lugar, a la hermosa parroquia de San Miguel Arcángel, un ícono representativo a nivel mundial de San Miguel.
En la calle, siempre hay una que otra mojiganga y para mi suerte, me atravieso en el camino de una boda sanmigueleña, con la banda musical a todo lo que da, familiares e improvisados, que como yo tuvieron la fortuna de estar en el momento y lugar preciso, bailando al ritmo de las melodías, para compartir la felicidad de los novios y por supuesto, dos mojigangas, cada una ataviada al estilo de los protagonistas de la boda, parodiando al feliz matrimonio, porque en verdad, destellan felicidad.
Para quienes no están muy familiarizados con estos personajes (las mojigangas), debo comentarle que son una especie de títeres grandes, de 2 metros o más altos, vestidos de personajes a los que se quiere parodiar, los cuales bailan al ritmo de la música y que se han convertido en una tradición en festejos como bodas, festivales populares y hasta celebraciones religiosas. Por cierto, es otra tradición que nos trajeron los españoles, solo que ellos los llamaron Gigantes, hoy en día, en la Pamplonada se lleva a cabo un desfile de los Gigantes
Dejo atrás la boda, porque hay que seguir andando hasta la plaza principal. La calle de San Francisco me lleva hasta el primer portal, donde me recibe un mariachi ofreciéndome unas canciones y una mujer ataviada de todos colores, quien me vende una muñeca de trapo, una verdadera artesanía.
La imagen imponente de la iglesia neogótica, atrae la atención, a penas separada por el jardín y plaza principal, la parroquia de San Miguel Arcángel luce sus mejores galas, iluminada por un tono dorado coronado por un azul intenso de un cielo que recién está intentando apagar al astro rey, quien aún da patadas de ahogado y se resiste a descansar para ceder su lugar a la estrellas.
Pensar que este palacio sacro, que viéndolo desde su base fuera construido por un albañil de nombre Zeferino Gutiérrez, apoyado tan solo con la fotografía de la catedral de Colonia, suena a historia de esas que terminan con la frase “y vivieron felices por el resto de sus vidas”.
La luz amarilla y las tonalidades rosadas de la cantera, material con el que fue construida, dejan ver unos hermosos destellos dorados con fondo azul, como si fuera una edificación de oro sólido que reacciona a la luz, rebotando un halo angelical.
Al interior, las pinturas sacras y el delicado decorado del piso, adentran al visitante en un ambiente de paz, que en conjunto con la voz baja en la que charlas otros visitantes que me rodean, me permiten reflexionar y levantar una plegaria a Dios, antes de salir de manera muy respetuosa de este santo recinto.
La noche se ha adelantado a mis actividades, la luz natural ya desapareció y debo volver a la casa que renté en una de esas empresas que ofrecen alojamiento y que por cierto, me ha funcionado muy bien.
El camino no es tan largo, pero el aroma de esquites (granos de elote cocidos y preparados con mayonesa, chile piquín, limón y sal) detiene mi andar para pedir un vasito y saciar mi antojo.