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La banalización de la seguridad

Hace unos días, se produjo otro hecho que conmocionó a nuestra Rosario violenta. La crónica periodística da cuenta de unos sicarios que aparentemente intentaron rescatar o ultimar a un recluso de 29 años, Lencina, que había sido dado de alta durante el día, pero a la medianoche aún permanecía en el edificio del Hospital Provincial esperando su efectivo traslado a la Penitenciaría de Piñero.
Un par de individuos forcejearon con los policías que custodiaban a Lencina, muchacho de frondoso prontuario y “narco-conexiones", a lo que siguió una explosiva balacera donde resultaron heridas una enfermera y otras personas presentes en el hospital. En la estampida, los sicarios se toparon con otro policía, al que ultimaron de dos balazos ante de que desenfundara su arma. Hasta aquí los hechos.
Permanecen encendidas las sospechas sobre algún soplón que pasó el dato desde alguna de las instituciones, la de salud o la policial y, por cierto, sobre una escasa “inteligencia” anticipatoria. ¿Corrupción, ineptitud o ambas? A mi criterio, esto tiene que ver con una banalización de la seguridad o de la inseguridad y con una alta dosis de negacionismo, palabra tan mencionada en estas últimas semanas.
¿A qué me refiero con banalizar la seguridad? Hay un hecho que se viene naturalizando y es que, mientras caminamos por nuestra ciudad, vemos a policías y agentes responsables de la seguridad ciudadana o del control urbano, en un comportamiento casi adolescente en relación a sus dispositivos móviles. Se los ve apostados en sitios estratégicos pero completamente cooptados por sus pantallas y, lo que es más peligroso, desatendiendo el campo visual que los hace descuidar aquello por lo que el Estado les paga… Y la comunidad los necesita.
Si el cajero de banco o del super se pusiera a repasar su Instagram mientras nos atiende, seguramente se detonaría una bomba colectiva de personas coléricas exigiendo inmediata atención. Pero no veo que esto ocurra cuando agarramos en flagrancia a estos efectivos policiales distraídos de su deber.
Me sorprendió cuando en las noticias se relataba que el policía asesinado estaba con su hija de siete años en la garita de seguridad desde donde debía custodiar.“Cerrá todo y quedate acá”, le dijo su padre a la niña antes de correr solícito hacia su inesperada muerte. Pienso en que cuando mi hijo mayor tenía meses de vida, lo llevaba a mi oficina para que luego lo pasara a buscar su madre en una posta de crianza. Pero una oficina es una cosa, y otra una garita de seguridad apostada en un hospital donde ingresan reclusos provenientes de las cárceles de la zona. Una médica que asistió al policía contó que “la nena estaba en el destacamento esperando que la pasara a buscar su mamá (...) A pesar de que estas malas personas dispararon varias veces contra la garita policial, la nena está bien porque ella estaba adentro.”
Creo que el punto es ese: que esa niña jamás tendría que haber estado allí aguardando a que la retirara su madre. ¿Pero por qué sucede esto? Porque nuestra ciudad vive envuelta en la no-conciencia del peligro. No deberíamos banalizar el riesgo potencial que ya existe en los barrios, pero el acostumbramiento a los hechos de violencia lleva a que muchos sientan lejos esta posibilidad.
Si se tomara real dimensión del peligro que demandan ciertas funciones de seguridad en una ciudad tan convulsionada por el narcodelito, a nadie se le ocurriría, mientras se porta un arma, permanecer eclipsado por el teléfono celular. Tampoco los trabajadores de seguridad pública y privada ofrecerían sus garitas de protección como posta para unos mates entre amigos o llevar a una hija “al trabajo de papá”. El Estado, a través de los gobernantes salientes y entrantes, tiene la indelegable responsabilidad de controlar todos los eslabones que garanticen la seguridad de quienes queremos vivir en Rosario, pero también desnaturalizar este negacionismo del peligro que padecen especialmente quienes nos tienen que cuidar en nuestra ciudad.
Más información sobre el autor: https://www.turismocero.com/cultura/en-el-ojo-de-la-tormenta-de-eduardo-marostica.htm


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